Considero a los padres que trabajan fuera del hogar y dejan a sus hijos al cuidado de otros. Deben tener divididas las neuronas. La mayor parte de estas enfocadas en una sola idea: ¿Estarán bien?
¡Qué estrés! ¡Qué susto! ¡Qué sobresalto! En muchos casos no se puede confiar del todo ni en la familia. A veces son los que maltratan más y abusan sobre todo de los niños que aún no hablan.
Es una duda perenne que tiene el sello de la vida moderna, donde hay que trabajar sin distinción de género, por suerte. Pero se paga un precio altísimo.
Existe mucha gente cariñosa, amable y que adora a la niñez. Que comprenden las necesidades de los infantes, según las edades que tengan.
Sin embargo, está el grupo de abusadores sin piedad, que eligen este modo de vida sin pensar en el bienestar de los niños o bebés. Y fingen delante de los padres una amabilidad que jamás aplican a solas con sus hijos.
Los abusos varían, con un factor común: que no dejen huellas aparentes. Esta gentuza no deberían ver el sol nunca más.
Sé de un caso en el que invitaron a la tía favorita de Cuba para que cuidara tres niños y atendiera la casa. A cambio tuvieron que pagarle el carísimo pasaje de ida y vuelta, un salario semanal, más la compra de electrodomésticos, ropa, zapatos y útiles escolares para los nietos que viven en la isla.
Haciendo cálculos y sacando la cuenta por arriba, todo este gasto alcanzaba para contratar a un séquito de mujeres que viven aquí, que duermen en sus casas, que basta con pagarles semanalmente. ¡Ah! y con el servicio de cada una especializada en una sola actividad a la merced de estos inocentes.
No fue suficiente para esta tía en Hialeah. Al tercer día de estar en territorio estadounidense se le olvidó el trato hecho de antemano por vía telefónica mediante Imo, una insoportable aplicación de videollamadas donde la gente mayormente se ve estática y la velocidad del sonido está más atrás que las muelas del juicio.
La pariente, que aceptó ser “nanny”, inmediatamente se transformó en una operadora incesante de teléfono. Trajo una agenda con los números de amigos que vinieron para acá desde la primaria.
Ella quería ponerse al tanto de sus vidas para contarlo en su pueblo natal… de cómo le va a fulana, si mengana es rica de verdad como dice en sus visitas a Cuba. Y si esperancejo tiene un yate que vio en unas fotos que le mostró su hermana. O sea, chisme sin fin y los niños desatendidos todo el tiempo.
Adriano, el más pequeño, con tan sólo tres años, perdió varios kilos de peso en los días siguientes a la llegada de esta tía. Le hicieron un chequeo médico general y todo dio negativo.
Pusieron cámaras ocultas mientras llevaron a esta parienta –ya en dudas– a las tiendas que quería visitar.
Y en efecto, a la hora de almorzar, merendar y jugar este inocente lloraba por hambre y necesidad de atención cada minuto que pasó bajo el supuesto cuidado de alguien de tanta confianza.
Quedó grabado que botaba a la basura los alimentos “que el niño se comía sin dejar nada en el plato”, según sus palabras textuales. Ella no concebía el por qué este sobrinito tan comilón estaba tan flaquito, repetía sin cesar.
La cínica e infame tía se vio en una película frente a toda la familia. Estas atrocidades que cometió, que la llevarían a una cárcel, le fueron “perdonadas” por el llanto de su madre envejecida y apenada.
El castigo fue mayor al de una prisión de Estados Unidos, donde hasta engorda su población: el regreso a Cuba. Y de equipaje, su cartera casi vacía, ocupada sólo por su rústica y socialista agenda.
Lloró sin cesar hasta que la dejaron en el aeropuerto. Sin una pizca de arrepentimiento por su cruel comportamiento . Su llanto fue motivado únicamente por irse sin la pacotilla que al llegar al archipiélago del anticubano Raúl Castro, vendería para poder comer algo cada día que la mantuviera en pie hasta su deceso.
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