Por Idaysi Capote
Se habla de casi todo cuando se mencionan las misiones esclavistas médicas cubanas; sin embargo, el golpe más duro de esta realidad cae sobre los hijos y encima de casi toda la familia de estos profesionales que se quedan en Cuba.
Conocí a Maite, una doctora de Medicina General Integral o médico de familia que vivía en un consultorio estatal en ruinas en un barrio en el que consultaba todo su vecindario.
Más de la mitad de la población infantil que atendía esta madre soltera vivía en mejores condiciones que ella y su hijo Marcel. Él lloraba cada vez que ella mencionaba que debía salir de misión internacionalista para que los dos tuviesen una mejor vida.
El niño no entendía que no tenían ni casa propia, ni nada. Sólo el uno al otro. Ah! Y los padres de ella a 200 kilómetros de distancia.
Maite lo veía muy claro. El sacrificio de un par de años separada de Marcel, resolvería sus problemas económicos por largo tiempo. Su hijo se quedaría a vivir con los abuelos, por lo que estaría más tranquila.
Corría el 2002 cuando le avisan que viajaría dos años a Venezuela. Aquello fue en un abrir y cerrar de ojos… el viaje, convencer a Marcel, mudar a sus padres al consultorio para que el niño no sufriera tanto por un cambio de escuela y de amigos, ¡una locura!
Marcel estuvo en shock desde que vio la espalda de la madre que iba algo encorvada, sobrecogida. Supuestamente esta lejanía les traería una gloria que nunca habían vivido… una casa linda, muchos juguetes como los de los hijos del músico de la esquina que viajaba sin cesar, ropa de marcas famosas…
Maite, antes de partir a la tierra de Bolívar, pasó dos días en un hotel de lujo de la capital cubana después de un acto donde Fidel Castro les aclaró que sus misiones eran más que médicas, que eran soldados de la revolución cubana.
En aquella recepción pusieron una mesa buffet con tantas delicias que todos sin excepción enfermaron del estómago. Los guardias allí presentes, usando guayaberas blancas, les indicaban lo que ofrecía aquel banquete de primer mundo que ningún galeno conocía.
Se llevaron en los grandes bolsillos de las batas hasta tres botellas de champán para beber en privado. Rompieron esa primera noche muchas llaves de los baños de las habitaciones del moderno hotel. No sabían cómo abrirlas. Nadie les explicó.
Ni Marcel, ni sus abuelos pudieron ir a La Habana a despedirse de Maite. Cuesta carísimo un viaje improvisado.
Marcel se negó a comer, el primer día continuó parado en la puerta convencido de ver volver a su madre, donde estuvo llorando desde que ella le diera el último beso. Forcejeó para quedarse allí. Le exigió al abuelo que llamara a su mamá. Les advirtió que si ella no venía a cargarlo, iba a dormir allí mismo, en el piso de la sala.
Los abuelos se miraron desesperados sintiendo este dolor doblemente: partió su única hija sin saber si volverá con vida -muchos han regresado a Cuba en un ataúd- y ver a Marcel, su tristeza y sus seis años…
La adaptación de Marcel a la ausencia constante de Maite trajo la consecuencia de no querer ir a la escuela durante una semana hasta que ella habló con él a través de una llamada con la promesa de que volvería pronto.
Maite, les contó a sus padres que la ubicaron en una zona roja o de alta peligrosidad, a pocos pies de la frontera con Colombia. Sus padres le pidieron que regresara, que no valía la pena, que la querían viva, que el niño no podía extrañarla más.
Ella les aseguró que no podría regresar, que tenía una deuda de 1000 cuc o “dólares cubanos” con el jefe de Colaboración o misiones médicas de su provincia. Que ese viaje no le cayó del cielo. Que ella estaba vetada a estas misiones por no ser militante del Partido Comunista de Cuba o PCC.
Por la extensa ausencia de Marcel, la maestra vino hasta el consultorio con sus alumnos, los amigos de este pequeño. Estaban preparados para jugar, pero el niño se mostró esquivo, abrazando las piernas de su abuela. Se mantuvo a distancia.
Trajeron algunas tareas para que Marcel, que quería ser doctor como su mamá, se pusiera al día. La maestra lo cargó, lo besó y miró con dolor a los abuelos y les comentó que ya había pasado por eso muchas veces, y que nunca había visto triste a Marcel.
Pasó este par de años, y Maite regresó a Cuba. En los tres meses siguientes comenzó a vender los electrodomésticos que trajo de Venezuela. Todavía el dinero no le alcanzaba ni para comprar una habitación.
Decidió trabajar otros dos años en Guatemala. Marcel ya tenía 10, pero ella todavía no tenía suficiente dinero para vivir tranquila en Cuba. Se fue para África y su niño con 12, ya en la adolescencia comenzó a reclamarle que debía volver.
Su abuelo estaba enfermo, ingresado en un hospital. Prácticamente estaba sólo porque su abuela estaba cuidándolo en la sala de hematología. Su estado era delicado. Tenía leucemia.
Marcel montado en su bicicleta les llevaba todos los días algo de comer que les preparaban dos vecinas. También lavaban la ropa de este incipiente joven. Limpiaban el consultorio, mientras él iba a la escuela secundaria. El abuelo falleció.
Marcel con 14 y su madre después de 11 años sin parar de viajar, de misión en misión, por fin reunió el dinero para el hogar tan anhelado. Sólo logró comprar una casa. Marcel no le perdona su abandono.
Caricatura de @FMPinilla
Relatos como estos son el pan de cada día en Cuba, el Gobierno no podrá nunca ocultar esta triste realidad de una esclavitud aprovechada de las propias necesidades de la población más humilde, para nada les interesa su pueblo. Algún día pagarán sus abusos y atropellos a la sociedad, yo al menos lo considero un crimen.
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